Algo grave pasa en un
sistema democrático cuando un presidente de Gobierno, y responsable máximo del
Partido Popular, se ve en la obligación de utilizar en su propio interés una
comparecencia en el Senado para ofrecer, a modo de explosión controlada, una
reacción que calme a la opinión pública y a la publicada ante los numerosos
casos de corrupción que le rodean. El presidente español, Mariano Rajoy, sabía
el pasado martes que estaba utilizando un burdo juego maniqueo, violentando los
usos y costumbres de la Cámara Alta pero lo hizo. En una sesión de control al
Gobierno, se valió de una pregunta sobre la pobreza para, sin encomendarse ni a
Dios ni al Diablo, realizar una declaración que nada tenía que ver con el
asunto tratado. Se valió de la situación para solicitar una disculpa verbal, a
sabiendas de que no había posibilidad de réplica ni pregunta alguna.
El único objetivo de
Rajoy era salir ante los medios de comunicación a decir algo, pero asegurándose
a su vez de que nadie pudiera objetarle nada. No es la primera vez que lo hace.
El presidente del Gobierno español y del PP se oculta tras el burladero, o tras
la pantalla de plasma, y solo salta a la arena cuando cuenta con todas las
ventajas y garantías de su mayoría absoluta. Es la ‘actitud Rajoy’: se escuda
en su mayoría parlamentaria para eludir el debate social. Pero la sociedad pide
más, especialmente tras una semana en la que Ángel Acebes, secretario general
del Partido Popular nombrado por el propio Rajoy, ha sido imputado por un
supuesto delito de apropiación indebida en la gestión de la ‘caja B’ de la
formación conservadora.
La víspera de esta
comparecencia, todos los grupos de la oposición en el Congreso de los Diputados
habían pedido un Pleno especial para debatir una serie de medidas contra la
corrupción. Lo habíamos hecho donde corresponde. La respuesta del PP no se hizo
esperar y fue la esperada: NO. Una rotunda negativa bajo el pobre argumento de que
lo único que la oposición quería era criticar al Gobierno. Al “día siguiente”,
Rajoy utilizó para su muy medida disculpa por la corrupción la misma Cámara en
la que el “día anterior” se había negado a adoptar medidas contra la
corrupción. Es evidente que algo falla en el parlamentarismo español.
Algo falla en un sistema
democrático en el que todas las fuerzas del arco parlamentario están de acuerdo
en la necesidad imperiosa de reformar la Constitución, adecuar y actualizar un
texto que está demandando respuestas diferentes ante realidades diferentes. El
dinamismo de los nuevos tiempos y de las necesidades actuales lo reclaman a
gritos, pero el PP lo está eludiendo sistemáticamente. Mantiene una incomprensible
estrategia dilatoria y, en lugar de afrontar los problemas, los aplaza, con la inútil
pretensión de que se resuelvan solos. Más ‘actitud Rajoy’. Esta actitud que
evita todo debate y, por lo tanto, cualquier atisbo de acuerdo, se ha aplicado,
de forma inexplicable, al tema de la corrupción. Una cuestión, una lacra, que el
PP trata de eludir por todos los medios y con su batería habitual de tretas,
despistes y ventiladores.
El problema es que el
hedor es creciente e insoportable. El problema es que tanta corruptela no se
puede ocultar. Y, así, la ciudadanía apremia medidas eficientes, porque necesita
que el Parlamento se convierta en un espacio de transparencia en el que se
adopten decisiones firmes y se controle su ejecución de forma clara. Es
necesario, sin dilación, un proceso abierto de regeneración democrática, y el
Parlamento tiene que impulsarlo, no ralentizarlo como pretende el PP de Rajoy.
Todas las medidas van a
ser necesarias, a corto, medio y largo plazo: aumento de los recursos del
sistema judicial, mayor número de jueces, mayor eficacia e independencia en los
sistemas de control, garantía de transparencia, aumento relevante de los
recursos para los Tribunales
de Cuentas… No podemos continuar de la misma manera. No podemos continuar con
discursos vacíos que no admiten debate público. El drama es pretender apuntalar
la ‘actitud Rajoy’ ante una realidad que se desmorona.
Hay, en medio de este virulento
rebrote de crisis de confianza que atraviesa la clase política española, una
realidad incuestionable: también en esto, los vascos somos diferentes al resto
del Estado. La clase política vasca (y no me refiero a unas siglas en concreto,
ni siquiera a las mías, sino al conjunto del espectro político de Euskadi),
posiblemente porque seamos un país pequeño, más fragmentado políticamente y en
el que la ausencia de mayorías absolutas nos ha ‘condenado’ (bendita condena) a
ese ejercicio tan sano y saludable que es el pacto y el consenso; ha
interiorizado, y ha hecho suya, una forma de hacer política y de gestionar los
recursos públicos que, parafraseando al presidente del EBB, Andoni Ortuzar,
ofrece “muchos menos resquicios y muchas menos responsabilidades para los
garbanzos negros que en otros lares”. Ahora bien, los políticos vascos no
podemos caer en la autocomplacencia. Nadie está a salvo de la amenaza: ni
EAJ-PNV, ni ningún otro partido vasco. Todos debemos mantener la guardia alta.
Siempre. Debemos mantener el grado de tolerancia contra la corrupción en
‘cero’. También en la lucha contra esta lacra los vascos debemos ocupar y
liderar la vanguardia. Con palabras y con hechos. Solo así podremos mantener y
perpetuar esta honrosa excepcionalidad vasca.
Vencer los espacios de corrupción es
una exigencia ética para cualquier ciudadano y, en mayor medida, para un
representante político. La ciudadanía española, también la vasca, asiste
acongojada a los numerosos casos de corrupción que se descubren día sí y día
también. La gente de la calle, las instituciones, los representantes políticos necesitamos
abrir, y que se abra, un proceso contundente de regeneración política. Lo
necesitamos todos y nos beneficia a todos. Es imprescindible recuperar la
confianza. Ese camino se recorre debatiendo y tomando medidas en la arena
parlamentaria, no escondiéndose tras la barrera.
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