No pensé que iba a sentir tanta indignación y tristeza al visitar el Valle de los Caídos. Ayer fui por primera vez, y creo que será la última. No lo hice por gusto, sino por conocer de primera mano ese vergonzoso lugar del que tanto hemos debatido en el Senado por tratarse de un monumento de humillación para quienes murieron defendiendo la legalidad vigente en 1936 tras el golpe de estado dado por el dictador.
Triste, porque esa es la sensación que me embargó la visita realizada. Basta aproximarse a la basílica, para advertir el despropósito de esta obra. Grande por fuera, desgraciada por dentro. El paisaje exterior es excepcional; la basílica se define sobrecogedora, fría, dura. Me recuerda a las peores imágenes del nazismo.
Dos escudos preconstitucionales con el águila imperial dan la bienvenida a la explanada principal. Nada más entrar, un cartel que conmemora la inauguración del templo muestra el nombre del dictador acompañando al del Papa Juan XXIII. Incomprensible. Todavía me sorprende que la propia Iglesia no retire una placa en la que aparece definida su connivencia con el significado de una mugre de Estado.
Es extraño que sea tan complicado conocer su ubicación, tratándose de un monumento que, en teoría, homenajea a todos los caídos. Me fui triste e indignado del lugar, tratando de imaginar, si yo me sentía así, qué podrán pensar al ver este monumento quienes perdieron a un ser querido por culpa de la acción del asesino dictador, quienes en contra de su voluntad mantienen enterrados a sus allegados junto al cadáver del máximo responsable de su temprana e injusta muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario