El
reloj de Europa marca el futuro
Desde esta
madrugada, nos guiamos, una vez más, por el conocido como horario de verano. Esta
adaptación temporal que busca posibilitar un ahorro de energía se implantó, al
margen de su adopción durante la primera guerra mundial, a partir del año 1973,
cuando la mayoría de los países industrializados trataron de hacer frente a la
complicada situación que se vivía durante la crisis del petróleo.
Fue ese 1973,
precisamente, el año en el que el Reino Unido se incorporó a la entonces CEE;
el mismo Reino Unido que ha decidido ahora abandonar la actual Unión Europea
sumiéndola en una crisis existencial de grandes dimensiones. La que en aquel
momento se conocía como la ‘Europa de los Nueve’ había pasado a ser una esperanzadora ‘Europa de los
Veintiocho’ aunque en muchos foros ya comienza a funcionar con un miembro menos;
habrá que adaptarse, igual que lo haremos hoy a un domingo de solo 23 horas.
Como es bien
sabido, el proyecto común europeo tiene su
germen en los Tratados de Roma, de cuya firma se cumplieron ayer sesenta años,
y sin cuya formalización Europa no sería la misma que conocemos. Con sus
defectos pero con sus muchísimas virtudes. Así pues, es una efeméride a
celebrar, aunque nos sorprenda inmersos en un profundo proceso de reflexión
acerca del futuro al que nos enfrentamos.
El conocido
como Brexit es quizá el capítulo más ostensible de un problema más profundo
que, sin embargo, se muestra cada vez con más notoriedad en todo el viejo continente,
con el auge de la extrema derecha en países como Holanda, Francia, Hungría,
Austria o Alemania, y que evidencia una crisis de los valores que impulsaron la
puesta en marcha de un proceso de integración por el que, sin duda, merece la
pena seguir apostando.
La postura
anti-europeísta mostrada por Donald Trump tampoco es beneficiosa en este
sentido, aunque quizá debamos convertir esa dificultad que genera la posición
de la potencia norteamericana en una oportunidad para Europa, en una
regeneración que devuelva la confianza en la política y en las instituciones a
los habitantes del continente, reforzando la participación y la soberanía
compartida.
Euskadi tiene
un claro compromiso con el proyecto de integración europeo, donde aspiramos a
tener lugar y voz propia; un compromiso de unión dentro del respeto al papel de
las naciones dentro de esta Europa de los Pueblos, y conscientes de que el
concepto de soberanía es cada vez más relativo y ya no va irremediablemente
unido a la idea de Estado. El proceso de integración europea ha ido restando
ámbitos de decisión de carácter individual a los Estados que se sustancia en una
atribución de competencias hacia la Unión.
Tal y como
evidencian los dos tratados firmados en Roma en 1957, el de la Comunidad Económica
Europea y el de la Comunidad Europea de la Energía Atómica, la argamasa de la
primigenia comunidad continental tenía un claro perfil económico, pero, seis
décadas después, debe encabezar también un proceso de globalización que se
asiente en un ideario más humano y más social; una nueva etapa de desarrollo
centrada en la persona, una persona que comparta, participe y recobre la
confianza en sus propias instituciones europeas. Me hace albergar esperanzas la
posición de respeto hacia los derechos humanos que ante la Asamblea del Consejo
de Europa de la que soy miembro han mostrado siempre personas tan relevantes
como François Hollande, Donald Tusk o Jean Claude Junker, entre otros
dirigentes.
La
inmigración, la incapacidad de dar una respuesta integral al drama de las
personas refugiadas, el calentamiento climático, el abastecimiento energético y
los nuevos equilibrios geopolíticos que dejan atrás un orden mundial sustentado
hasta finales del pasado siglo sobre el equilibrio entre dos bloques demandan
una Europa más unida, comprometida con la libertad y la democracia, convencida
de que el respeto a los derechos humanos y al estado de derecho es su mayor
fortaleza.
También los
reiterados episodios de terrorismo que sufrimos reiteradamente, como el del
pasado miércoles en Londres, o como ocurrieran anteriormente en Bruselas, en Niza,
en París, en Berlín, en Madrid o incluso en Ankara y en otros muchos lugares
del mundo, nos obligan a diseñar soluciones con una visión global y, por qué no,
a repensar nuestro modelo y a volver a plantear la recuperación de unos valores
que asienten una convivencia más armónica.
La Unión
Europea pronto contará con un miembro menos, al igual que este 26 de marzo disfrutaremos
de una hora menos; pese a todo, la bandera europea, cuyo diseño se inspira en el
de un reloj, seguirá contando con las mismas doce estrellas doradas, y su
complejo engranaje permitirá que siga avanzando inexorablemente el mismo
proyecto común e integrador con el que la Ciudad Eterna lo vio nacer hace seis
décadas y cuyos principios siguen más vigentes que nunca.