Vivimos tiempos políticos de incertidumbre, en
muchas ocasiones frustración y, sobre todo, tiempos de enfado y malestar. Son
sentimientos que la ciudadanía vive día a día. La mayor parte de las personas
con responsabilidades políticas, también vivimos este momento con gran desazón.
En esta época de las redes sociales y la comunicación inmediata, donde prima lo
rápido ante lo reflexivo, es necesario que los partidos bajemos unos decibelios
el ruido que estamos generando y cambiemos el tono. Los insultos, el trazo
grueso, la falta de respeto a las instituciones no son el mejor camino para
recuperar la credibilidad perdida.
En este río revuelto en el que se ha convertido
el debate político, el pasado domingo, Vox dio la sorpresa en Andalucía. Han
acertado a combinar los mensajes de un modelo social egoísta y el rechazo total
a la inmigración con la recuperación del
nacionalismo español y anticatalán en un cóctel que les ha otorgado una
inesperada acumulación de escaños en el parlamento andaluz. Esta irrupción ha
coincidido con las reuniones de la Comisión para las migraciones, refugiados y
personas desplazadas del Consejo de Europa en las que he tomado parte esta
semana. Compañeros de esta Comisión, miembros de diferentes parlamentos europeos me han mostrado su
preocupación por el futuro de esta fuerza política de claro perfil xenófobo.
La irrupción de Vox en Andalucía y su
previsible capacidad de influencia en la gobernabilidad de la Comunidad nos
obliga a recordar el ejemplo de Alemania. Allí, el partido xenófobo,
Alternativa para Alemania, AfD, llegó al
Bundestag en 2017 con un 12,7% de los votos. En aquellas mismas Elecciones, el
Partido Socialista Alemán y su máximo responsable entonces Martin Schultz se
habían comprometido en campaña a no pactar con el partido de Angela Merkel.
Ahora bien, la presión política y social provocó la convocatoria de un congreso
extraordinario del Partido Socialista, que decidió amparar un acuerdo con la
CDU de Merkel. Este acuerdo se adoptó en
aras a un bien mayor, esto es, impedir que la acción de Gobierno se viera
condicionada por el partido xenófobo, aunque ello supusiera ir en contra de lo
prometido a sus votantes. En un momento comprometido primó la coherencia,
seriedad, responsabilidad y el compromiso con un ideario superior.
Recientemente, Angela Merkel ha anunciado su
marcha al finalizar la actual legislatura; probablemente no sea parte del
acuerdo adoptado con el Partido Socialista previamente, pero es innegable que lo primero que han hecho los dos
adversarios políticos tradicionales en Alemania, ha sido reconocerse
mutuamente. Este reconocimiento democrático al adversario político es muestra
de un diagnóstico certero y acordado sobre la posición política a mantener ante
los extremismos y los radicalismos.
En el Estado español queda por saber cómo
responderá el Partido Popular ante la situación originada en Andalucía. Resultaría
llamativo que el PP priorizase una relación con un partido como Vox que se
sitúa fuera de la Constitución española, con el único objetivo de
desembarazarse de un PSOE que sí se identifica con los valores de la misma. En
los últimos meses, la formación mayoritaria del centro-derecha español se había
dejado influenciar por el naranja diablillo que desde su hombro derecho le empujaba
a radicalizar sus políticas, pero resulta que ahora le ha aparecido otro
diablillo aún más a la derecha. Con tal de cumplir el anhelo de echar a Susana
Díaz de la Junta de Andalucía, ¿se aliará el PP con Ciudadanos y con un partido
como Vox que defiende en su ideario la
derogación de la ley contra la violencia de género, la expulsión de los
inmigrantes sin papeles, la derogación de la Ley del Aborto o de la Ley de
Memoria Histórica? El posible respaldo a este ideario es una cuestión que
preocupa en Europa.
Esta preocupación va más allá en Euskadi porque
la prioridad del partido de Santiago Abascal es la unidad de España. Así se
desprende de un programa que reclama directamente la centralización de un
Estado Unitario en el que desaparecerían las Comunidades Autónomas. Un Estado
centralista y centralizado que procedería a “reconquistar” las competencias de
Educación, Sanidad, Seguridad y la Administración de Justicia. No solo eso,
porque Vox plantea también recuperar la soberanía cedida por España a la Unión
Europea. En este sentido es oportuno recordar que hace unas semanas, en el
marco del Consejo de Europa, el Grupo Popular, de común acuerdo con el resto de
Grupos parlamentarios, aprobó una resolución que defiende la descentralización
y la profundización en el principio de subsidiariedad como herramienta más
eficaz en la búsqueda del bienestar de los ciudadanos, esto es, justo el camino contrario al planteado por
Vox.
La fama y el eco hacen grande lo pequeño. Un
discurso xenófobo novedoso en el Estado ha tenido eco en los medios de
comunicación y ha calado en una ciudadanía descontenta, para la que han sido suficientes unos machacones
mensajes negativos contra el independentismo, la inmigración o la corrupción. En
Euskadi no se auguran grandes éxitos a la formación de Santiago Abascal,
conocido por su papel como concejal en Llodio, Juntero en Araba y Parlamentario
en Gasteiz por el PP. Una persona que en
su nuevo ideario obvia o menosprecia valores constitucionales como la libertad,
la solidaridad o la igualdad, y reniega ahora de los propios Derechos Históricos que la Constitución
ampara y respeta.
Los partidos políticos que creen verdaderamente
en la democracia y la representación institucional, tienen la responsabilidad de tomar la iniciativa política y tratar de
acabar con el descontento generalizado que alimenta a estos grupos populistas. La
ciudadanía no pide más que certidumbre, estabilidad y decisiones centradas en
la resolución de los principales problemas
y necesidades sociales. Estos problemas están diagnosticados, solo se necesita
altura de miras para hacerles frente: la cuestión de la migración, la
corrupción, la violencia machista o la
crisis del modelo territorial y su enquistamiento en relación a Catalunya. No
hacemos nada con radicalizar el mensaje; solo se consigue generar tensión y
dividir a la ciudadanía, además de crear más incertidumbre e inseguridad.
La política exige paciencia y visión de largo
plazo. No creo en los cambios radicales y, cuando estos se producen, siempre
tienen consecuencias negativas para todos los actores: unas veces podrán gana unos
y otras veces ganarán otros, pero a la larga perdemos todos. El sistema
democrático no es perfecto; tiene fallos, pero funciona. Lo que necesita, sobre
todo, es que el parlamentarismo, el diálogo con voluntad de acuerdo, sea la
base de todo aquello que vayamos a construir. Esa es la voz que debe tener eco
en nuestra sociedad.
Mi artículo de opinión, hoy en Deia.
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