Y nosotras, solas
La soledad es un lugar desierto. Este es el sentimiento que me embarga tras hablar con dos víctimas
directas del terrorismo de ETA. No han llegado a conocer lo que ocurrió. No pueden
entender por qué ocurrió. Tras
aquel atentado que les resulta imposible olvidar, se sienten solas.
No es la primera vez que hablo con ellas. Escuchas, respondes, entiendes
sus silencios, compartes sus sentimientos... pero hay un momento en que la conversación
acaba y ellas vuelven a sentir el lugar desierto que les habita después de que la
sinrazón atentara contra la vida de sus seres más queridos.
Recuerdan aquel momento como un flash, un fogonazo imborrable: “Mi
cuñada me llamó para decirme si había oído que había habido un atentado donde trabajaba
mi marido. No sabía nada más, así que llamé a la empresa y me confirmaron que era
uno de los afectados y que se lo habían llevado al hospital; llamé, pero solo me
dijeron que fuera allí. Me llevó mi padre; al llegar, el director nos dijo que tenía
malas noticias: que había muerto. Así de frío fue”.
Ella al teléfono sola. Temiendo lo peor. Llamando, escuchando, preguntando.
Siento el frío, siento su soledad en aquel momento fatídico en el que cambió su
vida. Siento también su desolación y la de su padre en un trayecto interminable
que hoy continúa, sin duda.
Los familiares tratan de ayudar, improvisan recomendaciones ante una
situación incomprensible: “Yo estaba trabajando y mi padre oyó la noticia; llamó
a mi lugar de trabajo para decir que había pasado algo y que no me dejaran entrar
en internet ni nada; vino a buscarme pero no tenía información, porque la Ertzaintza
no podía dársela. Me llevó a Donostia sin encender la radio, pero mi hermano me
llamaba una y otra vez diciendo que era él. No sabíamos nada más”. Afortunadamente,
esta vez el desenlace no fue fatal.
Las muestras de apoyo fueron numerosas entonces, pero la solidaridad,
el acompañamiento, duraron poco; en su recuerdo, solo el tiempo que transcurrió
hasta el siguiente atentado: “Nos llamaron de muchos sitios, de televisiones, vinieron
a casa, nos explicaron lo que teníamos que hacer: el funeral a esta hora, dónde
se sentaría cada uno, vendrán este y aquél… Al finalizar, nos llamaban pocas personas,
para el resto estábamos como olvidadas”.
La vida sigue. La vida familiar ha sufrido un cambiado radical; tratan
de saber y comprender algo que es muy difícil de explicar: “Nuestra hija tenía 10
meses. Nunca ha preguntado directamente qué le pasó a su padre, qué sentí… Pero
lo ha oído desde pequeña y se ha enterado de todo”. Ahora tiene 16 años y tal vez
es tiempo de hablar, pero no he querido insuflarle odio. No he querido que tuviera
problemas con la gente. Es muy difícil de explicar”.
Solo ellas pueden comprender la profundidad de los sentimientos que
relatan y que recrudecen su sufrimiento: “Un día, en Villabona, en Gipuzkoa, al
ver fotos de presos en la calle, mi hijo me dijo: ‘sácame una foto y pongámosla también’. Pensé de todo, pero ¿cómo se lo explicas sin generar odio? No supe cómo hacerlo. El mayor me contó
que un compañero le dijo que si es verdad que a su padre casi le mata una bomba
de ETA, y que como su tío es de ETA algún día conseguiría matarle. Vino completamente bloqueado. Hace meses,
un profesor les estuvo hablando de ETA y el niño se levantó y dijo, ‘a mi padre,
ETA le puso una bomba’, debió de empezar a llorar… No sé hasta qué punto lo entiende”.
El dolor y el sentimiento de incomprensión y soledad es absoluto: “Lo
hemos tenido que hacer todo nosotros, no hemos tenido ningún tipo de ayuda. Ni nos
informaron de que murió, nos enteramos por nuestros medios. Nos dicen que es imposible,
pero es que nadie vino a decírnoslo. Los papeles de viudedad los hice yo. Me di cuenta que estaba fuera de todos los grupos. No tenía que ver
con ninguno. Todos tenían su ayuda: unos, la de su partido; la Ertzaintza, del Gobierno Vasco… Y nosotras, solas. ¿Quién nos va a ayudar?”
Más incomprensión, más desolación, más sentimiento de soledad: “Al
principio nos trataron mal; ¡Que nunca habían tenido un caso así! Una cosa es lo
que te dicen y otra lo que te dan de verdad. Como no fui por un grupo, o por un
sindicato, no conseguí nada. Todavía sentimos esa soledad. A nosotros no nos han dado la consideración de víctimas; nos
consideran ‘no víctimas’. En nuestro caso, como no murió, nadie vino a casa. No
murió, pero las secuelas son ‘infinitas’. Nadie nos llamó, no hay ayudas, no hay
nada. Nada”.
La mirada al futuro tampoco es reconfortante, el recorrido es y será
largo, muy especialmente para quienes no quieren reconocer la evidencia: “Unos salen
de la cárcel por enfermedad y les hacen homenajes, como si hubieran hecho algo; ponen una pancarta en el balcón a favor de los presos y no pasa nada. Si yo pusiera una en favor de las víctimas de ETA me comerían. No podemos expresar lo
que sentimos”.
Escucharles te hace reflexionar, mi deseo y esperanza al transcribir sus palabras es que nos sirvan a todos, muy especialmente a quienes mantuvieron, y en ocasiones mantienen,
una distancia insensible con el sufrimiento de estas víctimas: “Hablan de democracia,
de libertad de opinión, pero eso no es así. Ellos pueden hablar en alto y el resto
no; en el trabajo, unos hablan y otras callamos para tener la fiesta en paz, porque
si no nos hablaríamos más. Eso existe y existirá. Llevamos años viviendo con eso y lo
vas tragando. Yo les respeto, pero ellos a mí, no”.
Estas palabras reproducen sus propias palabras. Son voces que gritan
en silencio, reclaman reconocimiento, respeto y solidaridad. Trasladan el pesar
y la melancolía sin límite ni fin que sienten quienes un día sufrieron la muerte
de un ser querido y a partir de entonces viven con esa ausencia. La narración de
estas palabras tiene por objeto mostrarles solidaridad, adhesión a su causa. Están
escritas con el deseo de convertir la ausencia en presencia, habitar el lugar de
la soledad con nuestra solidaridad.
Artículo
publicado el pasado miércoles en Vozpopuli.
http://www.vozpopuli.com/senado-eus/solas_7_1001669829.html
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