Catalunya, un nudo sin
desenlace
Estuve en Catalunya el pasado fin de
semana. Viví el 1 de octubre en Barcelona con la sensación de asistir a un
acontecimiento no sé si histórico, pero sí extraordinario. Recorrí sus calles,
charlé con sus gentes. Compartí sus sueños, sus esperanzas, sus dudas, sus
miedos, su incomprensión... Lo que más llamó mi atención fue la ilusión de
miles y miles de catalanes ante la inminencia de poder expresar su opinión.
Visité varios colegios el sábado. El ambiente festivo reinaba entre las
personas que trataban de garantizar que al día siguiente votara quien quisiera
hacerlo. La misma atmósfera presidía la mañana del domingo cuando, tras abrir
los colegios, pareció esfumarse el riesgo del cierre por la fuerza. Nada hacía
presagiar lo que después ocurrió. Se confiaba en que prevaleciera el bien
superior, la seguridad de las personas, de ahí que sorprendiera e indignara la
brutal respuesta de las fuerzas policiales, que cargaron contra quienes solo
pretendían votar de forma pacífica. Y lo que empezó como una fiesta ciudadana,
cívica y pacífica acabó como el rosario de la aurora.
Las imágenes de las cargas policiales
han recorrido Europa y el mundo, donde pocos llegan a comprender esa inusitada
violencia. El error del Gobierno español fue mayúsculo: si la violencia no impidió
que la mayor parte de la ciudadanía catalana votase sin problemas, el resultado
combinado de las ‘porras españolas’ frente a las ‘urnas catalanas’ ha
incrementado el descrédito de la imagen de España.
Más de dos millones de personas no
están por la labor de dar más margen al Estado español. Se sienten
desilusionadas. La desatención, el desinterés y la desidia permanentes de los
poderes centrales les han distanciado tanto del Estado español que ya no lo
sienten como propio. El Gobierno de Rajoy no ha sabido leer esa situación y se
ha limitado a esgrimir como único argumento el del más estricto cumplimiento de
la ley, sin caer en la cuenta de que la situación actual demanda altura de
miras.
Mi labor como senador me llevó el
lunes de Barcelona a Madrid, y el giro fue copernicano. El número de banderas
españolas en los balcones de la Corte se ha disparado. Pero ni en sus calles ni
en su Cámara Alta detecté la ilusión y el ánimo que percibí en Catalunya. Al
contrario. Compañeros de otros partidos me trasladan estos días incertidumbre y
pesimismo, tanto por la inestabilidad en el corto plazo como por las
consecuencias en el largo. En los pasillos, los senadores del PP no disimulan
su enfado por la posición del PSOE, que aceptó jugar como partido de Estado y se
alineó inicialmente con el Gobierno de Rajoy para, a renglón seguido, criticar
la labor policial e instigar la reprobación de la vicepresidenta del
Gobierno. A estas alturas, nadie debería rasgarse las vestiduras por el hecho
de que algunos partidos se vayan posicionando de cara a unas eventuales
elecciones. Su actitud, eso sí, nos llena de pesimismo pues anteponen su ‘juego
pre-electoral’ a su deber de resolver el problema de Catalunya. Lo considero una
grave irresponsabilidad.
Quien sí ha sorprendido ha sido el rey
Felipe VI. Y muy negativamente. A diferencia del President Puigdemont, que en
su mensaje televisado llamó al entendimiento, el Monarca se alejó más de
Catalunya no tanto por su férrea defensa del cumplimiento de la ley (que
también) sino por sus olvidos. Los dos más flagrantes, la ausencia de mención
alguna a los cientos de personas heridas el 1-O y su consciente renuncia a
pronunciar la palabra “diálogo” o cualquiera de los muchos sinónimos que le
brinda la lengua española, la única que utilizó. El Rey desatendió su función
de “arbitrar y moderar las instituciones”, que es la que le atribuye el
artículo 56 de una Constitución que a los demás exige cumplir. Si en algún
momento de la tarde del martes llegamos a albergar una mínima esperanza de que su
intervención fuera a servir para alumbrar una salida, esta se desvaneció muy
pronto con su indisimulado posicionamiento a favor de uno de los dos ámbitos
institucionales en litigio.
Creo adivinarla, pero me gustaría
conocer la opinión de Montesquieu ante el modo en que los tres poderes del
Estado vienen operando en el asunto catalán. Es un pequeño alivio constatar
que, al menos, el Partido Popular no controla totalmente el legislativo. De
hecho, no ha recabado el apoyo del Congreso a su política territorial en
Catalunya. Esto debería hacerle reflexionar sobre la bondad y la necesidad de
escuchar otras voces que posibiliten una mayor adhesión y un acuerdo en clave
democrática.
La semana pasada reclamé a Soraya
Sáenz de Santamaría un gesto que contribuyese a vislumbrar un futuro más
optimista para las sociedades española y catalana. Ni lo hizo ni lo ha hecho.
Es complejo, pero necesario, comprender que el otro está en una dificultad muy
grande para aceptar el postulado del uno. Asumo que es casi imposible que Rajoy
acepte un referéndum que pueda llevar a la independencia de Catalunya, del
mismo modo que es muy improbable que Puigdemont acepte un acuerdo que no recoja
la expresión explícita de la ciudadanía catalana. Pero ante una dificultad tan
manifiesta, es imprescindible una disposición positiva al diálogo y el acuerdo.
No es ya tiempo de confrontar entre
quienes cumplen la ley y quienes la incumplen. Esto ya no va de reprochar lo
que se pudo haber hecho y no se hizo. La situación es extrema. Los puntos de
vista son antagónicos y no hay ningún canal de comunicación abierto entre los
Gobiernos español y catalán. En este contexto, y sin pecar de ingenuos, todas
las opciones que permitan la construcción de puentes serán bienvenidas. Aplaudo
todos y cada uno de los ofrecimientos de mediación. Y creo que la solución pasa
por un foro en el que participen Rajoy y Puigdemont, con voluntad positiva y
sin prejuicios ni condicionantes previos que limiten las posibilidades de
acuerdo. Acuerdos a corto y a largo plazo: a corto, para aliviar la enorme
tensión que reina hoy en Catalunya y en no pocos puntos de España; y a largo,
para hacer posibles y viables opciones que hoy se nos presentan como imposibles
de alcanzar.
A principios del siglo XX, quien fuera
canciller y presidente federal austriaco, Karl Renner, describió los límites
que el principio mayoritario establecía en los contextos de pluralidad
nacional. Renner constataba que, dentro de Estados constitucionales, los
partidos que representan a naciones demográficamente minoritarias no tienen
perspectivas de triunfar en su lucha al resultar complicado que sus partidarios
aumenten por encima de la demografía siempre mayoritaria del Estado al que
pertenecen. Sin embargo, subrayaba que “tal lucha no queda eliminada, sino que
la hace aún más encarnizada”. El Gobierno central no ofrece hoy ningún guiño a
la sociedad catalana que se siente arrinconada y el discurso del Rey, enrocado,
acrecienta aún más la desafección y la canaliza hacia esa “lucha encarnizada”.
Ilustraba Aristóteles que para soltar un nudo primero hay que saber cómo está
hecho. Es comprensible el desapego de una gran parte de la ciudadanía catalana,
por lo que resulta necesario ser capaces, a través de la política y el diálogo,
de ofrecer una salida sugerente, aceptando que, antes o después, cualquier
solución deberá permitir pactar que tanto el pueblo de Catalunya, como el
vasco, puedan decidir su futuro.
Mi artículo de opinión, hoy en Grupo Noticias.
http://m.deia.com/2017/10/07/opinion/tribuna-abierta/catalunya-un-nudo-sin-desenlace
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