El otoño de la Constitución
El martes se celebró el Día de la
Constitución, pero los vascos no lo hicimos. No la sentimos como nuestra, como
tampoco los poderes del Estado parecen aceptar el Estatuto como el espacio de
consenso en el que cabemos todos.
Esta ausencia de sintonía mutua no es nueva. Aunque puede ser que a
muchos se les haya olvidado, los nacionalistas vascos no participamos en el
proceso constituyente de 1978; fuimos expulsados de la ponencia en la que se
trabajó el texto de la Carta Magna. Evidentemente, no nos quedamos parados; aun
desde fuera de los órganos formales, conseguimos introducir algún texto que, a
la postre, resultó muy importante: hablamos de la Disposición Adicional
Primera. Pero, lo cierto es que nos habían dejado fuera del terreno de juego
donde se redactaba, pactaba y discutía el texto constitucional.
Una de las consecuencias de esta nefasta decisión fue que la
participación de la ciudadanía vasca en el referéndum resultó la más baja de
todo el Estado; únicamente votó favorablemente al texto el 30,86% de los
vascos. Esta es una cuestión que los partidos políticos no deben dejar de tener
presente; que de toda la colectividad vasca, únicamente una persona de cada
tres votase a favor del texto constitucional supone un indicador muy claro, y
no favorable precisamente.
Pero pasados los años esa desafección no se ha corregido sino todo lo
contrario. Los gestos de menosprecio hacia la realidad de Euskadi han sido
numerosos, empezando por el más grave que es el incumplimiento continuado de su
Estatuto, con las consecuencias tan negativas que este hecho tiene para nuestro
día a día, entre las que podemos enumerar un claro perjuicio económico.
No se puede comprender que el cumplimiento de la ley, que es un mandato
inexcusable para todos, se pase por alto cuando esta ley se llama Estatuto de
Gernika; no se puede aceptar, como algunos pretenden, que la fidelidad a la
letra de la ley solo sea posible en base a lo que convenga a cada parte. Porque
cuando estamos hablando de ajustarnos al mandato de la Constitución hablamos
también del conjunto de normas que conforman el bloque de constitucionalidad. Y
en este bloque incluimos los Estatutos de Autonomía, que tienen carácter
orgánico y, evidentemente, el incumplimiento de estas últimas quiebra el citado
bloque de constitucionalidad.
Este quebrantamiento reiterado del Estatuto de Gernika, junto a la más
que evidente falta de compromiso que los poderes centrales del Estado han
mantenido durante las últimas cuatro décadas, han provocado un gran
escepticismo y una total desconfianza de la ciudadanía vasca con respecto a los
políticos de Madrid.
Para acabar con esta desafección tan extendida entre la ciudadanía, hay
dos asuntos que deberían verse resueltos cuanto antes: en primer lugar, el
reconocimiento del Pueblo vasco como sujeto político; en ese sentido tiene que
darse una clara defensa de nuestra arquitectura institucional como base de
nuestro presente y como eje de nuestro futuro. Por otro lado, la aceptación sin
complejos de un reconocimiento de nuestra identidad como Pueblo y de nuestra
capacidad de decisión.
Estos puntos caben claramente en la vigente Constitución y son pieza
clave para una posible reforma en el futuro; reforma que se hace esperar y en
la que los principales partidos desde luego no están. Cierto es que un Estado
que necesita más de 300 días y dos procesos electorales para conformar un
gobierno no lo tiene muy fácil. O un Estado que no es capaz de organizar un
Senado, caduco en sus contenidos, no parece ser la mejor carta de presentación
para ser optimista en una posible reforma constitucional.
Al contrario de lo que ocurre en el resto del continente, donde nadie se
rasga las vestiduras por reformar una Constitución o por reformar los Tratados
de la Unión Europea, en España desde hace años la distancia existente entre la
literalidad del texto y de la realidad del día a día es abismal. En una
situación bastante similar en cuanto a la configuración del Estado, como es el
de caso de Alemania, la Ley Fundamental de Bonn aprobada en 1949, ya ha tenido
52 reformas de calado. La de España, dos; dos reformas y alguna de ellas con un
más que probable fraude de ley, por haber modificado el artículo 135 sin pasar
por las urnas, tal y como exige el artículo 168 de la Constitución española,
que aunque puede considerarse como un verdadero límite a la reforma de la
propia Constitución, es la que hoy está vigente.
La actualización de la que debe ser la Carta Magna de todos no puede
esperar un minuto más, pero antes de abordar cualquier reforma en profundidad,
la primera cuestión que hay que resolver es si se quiere una Constitución
inclusiva, en la que estemos todos, o una que no recoja el sentir de las
diferentes comunidades que conforman el Estado español. ¿Se entiende que el
Estado es plurinacional? ¿Se quiere buscar alguna vía para que la Constitución
española resulte atractiva para los intereses de Euskadi y Cataluña? ¿Están
dispuestos los partidos políticos a conocer la voluntad de la ciudadanía de
Euskadi y Cataluña con respecto al resto del Estado?
Resolver este tipo de cuestiones no es fácil, pero es, sin duda,
indispensable. Profundizar en la democracia exige entender al otro y ser
inclusivo en este sentido. A pesar de este panorama tan escasamente propicio
para el consenso, trabajamos por el diálogo y el acuerdo, lejos de las rupturas
infaustas que algunos se empeñan en vaticinar. ¿Encontraremos a alguien al otro
lado de la mesa?
Artículo publicado el pasado miércoles en Vozpopuli.
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