No son estadísticas, son personas… y
sufren
Ahora que termina
el año los medios harán balance de muchos asuntos, las televisiones nos
mostrarán reportajes con las fotografías más impactantes del año. Seguro que
entre estas secuencias veremos imágenes de los campos de refugiados en Turquía
o de las playas de Grecia. Pero qué es lo que nos quedará en realidad cuando fijemos nuestra vista en
las pantallas, veremos al último refugiado que llegó a suelo europeo, como
veremos el último anuncio antes de las últimas campanadas o sabremos reconocer
y hacer nuestro el dolor que hay detrás de esa imagen, veremos a uno de los más
de un millón de hombres, mujeres y niños que cruzaron el pasado año nuestras
fronteras o seremos capaces de ver el sufrimiento de sus miradas como el
nuestro propio, de sentir el frío y la angustia que ellos están soportando.
Inevitablemente
anestesiados por una información que en ocasiones nos desborda, apenas somos testigos de una tragedia que creemos
que no va con nosotros; como mucho pensaremos que esa entelequia que llamamos
comunidad internacional o esa Unión Europea en la que ni siquiera confiamos
harán algo para solucionarlo; lo ajustaremos a nuestra sensibilidad de
espectador “reality show” y pasaremos al siguiente programa. Aquella
desgarradora imagen de un pequeño sirio que yacía sin vida en una playa de
Turquía la recordamos todos; nos abrió los ojos, es cierto, pero tengo muchas
dudas de que rompiera nuestra indiferencia.
No nos hemos
parado a pensar que no nos separa de ellos nada más que la distancia geográfica,
que en realidad no somos testigos de la tragedia sino también protagonistas,
porque no es algo ajeno a nosotros. Somos los dos lados de un mismo mar y de un
mismo sufrimiento, también somos uno de ellos; un padre más que busca el mejor
futuro para su hijo, un hijo más que sólo quiere la protección de un padre, un
nieto que sólo quiere reconfortarse con el afecto de sus abuelos.
Sin necesidad de
recorrer un solo kilómetro, también aquí, en nuestro país, hemos vivido en
nuestras familias la necesidad de abandonarlo todo para buscar una vida mejor,
huyendo de la misma manera que otros lo hacen hoy, de una guerra. Quién no
puede contar todavía con emoción la historia de alguien muy cercano, que tan
solo unas cuantas décadas atrás, empujado por la destrucción y por el hambre,
tuvo que dejar atrás el único mundo que conocía y emprender una nueva vida con
el miedo y la angustia que eso iba a significar. Padres, abuelos, tíos a los
que todos ponemos nombre y rostro que se alejaron a la fuerza de la miseria y de
la represión, abandonaron hogares y dejaron atrás familias y amigos; ni siquiera
para encontrar un sueño de éxito, una vida mejor, tan sólo para lograr
sobrevivir.
No podemos ser
nosotros, por tanto, quienes nos quedemos inmutables ante tanto dolor. Nuestra
historia nos exige dejar a un lado nuestro blindaje emocional y ofrecer una
verdadera muestra de coherencia con lo que somos y solidaridad como siempre lo
hemos hecho.
No es, desde
luego, el exceso de información lo que nos hace permanecer anestesiados. Los
periodistas entendieron desde el primer momento que su papel iba mucho más allá
del de meros contadores de caracteres y así, en cada crónica y cada noticia,
redactores y corresponsales han ido dejando su denuncia y hasta parte de su
alma. Pero es cierto que es en los políticos en quienes recae la obligación de
ser los primeros en comprender que no hablamos de estadísticas, hablamos de
personas; cada uno de los más de 4.000 muertos tenía una historia similar a la
nuestra. Los responsables públicos tenemos la verdadera responsabilidad de ser
capaces de trasladar a la ciudadanía la necesidad de cumplir con generosidad,
con un deber ético, con los que suplican ayuda a nuestras puertas. Qué importa
donde estén las fronteras, si no son más que convenciones que nosotros mismos
nos hemos dado, pero que no nos hacen diferentes ni en el dolor, ni en las
esperanzas a quienes estamos a uno u otro lado. Simples fronteras mentales son
las que nos impiden tomar parte de una realidad casi insoportable pero ante la
que no podemos pasar un minuto más sin reaccionar.
Desde la política
debemos sensibilizar a los ciudadanos y conseguir que se sepan parte de la
solución, pero sobre todo, los responsables públicos tenemos la urgente
obligación de romper la injusticia, acabar con el dolor y gestionar la mejor
solución. El Estado español está muy lejos de cumplir con los compromisos que
adquirió en 2015 con la Comisión Europea, de reasentar antes de fin de año a
1.449 personas procedentes de los campos de refugiados de Líbano y de Turquía,
y de reubicar antes de septiembre de 2017 a unos 16.000 de los refugiados que
ya están en suelo europeo. Una vez más, el Gobierno de Rajoy dice estar, pero
no está.
Pero más allá de colores partidistas, el fracaso o el éxito de las
políticas migratorias es un asunto que nos atañe a todos. Detrás de cada
refugiado hay un drama del que podríamos estar huyendo también nosotros. Es
cierto que no resolveremos este enorme reto si no nos dotamos de una política
común de asilo que permita una vía de seguridad exterior y también interior,
pero no habrá solución posible que no cuente con el desarrollo de una política
sustentada en la solidaridad que nos haga entender la llegada de nuevos ciudadanos
no como una amenaza sino como una verdadera oportunidad.
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