lunes, 17 de julio de 2017


Las debilidades de la democracia española
El 15 de julio de 1799, el teniente francés Pierre-François Bouchard descubrió en la localidad de Rosetta el fragmento de una antigua estela egipcia con un texto repetido en tres escrituras distintas: jeroglíficos egipcios, escritura demótica y griego antiguo. Gracias a la conocida como Piedra de Rosetta se llegó al entendimiento de los jeroglíficos egipcios que hasta entonces se habían descifrado en base a interpretaciones erróneas, como la de ‘Hieroglyphica’, obra publicada por el sacerdote Horapolo en el siglo V. Esta obra fue toda una referencia durante años pero, en la práctica, resultó ser un freno en el proceso de comprensión de aquella desconocida escritura.
Recientemente se ha conmemorado en el Estado español el cuarenta aniversario de las primeras elecciones democráticas. Fue uno de los hitos más icónicos de una época tan ensalzada como la transición española, que estableció las bases del actual Estado de Derecho. Sin embargo, esas bases, como ocurriera con el estudio de Horapolo, no son todo lo apropiadas que deberían ser. No debemos olvidar que estos cimientos se erigieron en el contexto del final de una sangrienta dictadura y que, cuatro décadas después, conviene volver a analizar los mismos con una visión contextualizada, pero también crítica con el resultado.
Esa visión contextualizada sirve para recordar que solo el conocido como “ruido de sables” puede explicar que exista un artículo 8 de la Constitución que concede a las Fuerzas Armadas la potestad de ser garante de “la soberanía e independencia de España, de defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”. Ese mismo “ruido” explica que penda sobre las Comunidades Autónomas la amenaza de la “intervención” del Estado si alguna de ellas “actuare de forma que atente gravemente al interés general de España”. También explica que la LOAPA rompiera por la fuerza el pacto entre Euskadi y el Estado en nombre de una “armonización” cuyo único objetivo era contentar tanto a los militares como a otros sectores retrógrados que sobrevivieron al dictador. Llama la atención que, cuarenta años después, la actual Ministra de Defensa, María Dolores de Cospedal, recupere el citado artículo 8 de la Carta Magna como posible “respuesta” a la situación que se está viviendo en Catalunya. Este es un buen ejemplo de los endebles cimientos del Estado de Derecho y del bajo nivel de calidad de la democracia cuatro décadas después.
Otro ejemplo de esta debilidad es la indisimulada interconexión que se mantiene entre los poderes del Estado, clara herencia de un régimen dictatorial y de la inercia de un Estado que no acaba de fortalecer su modelo. Así, se mantiene un Legislativo supeditado al Ejecutivo y una Judicatura dirigida por los partidos políticos mayoritarios en el Gobierno. Esta circunstancia quiebra la imparcialidad judicial en tantos casos que se llega a poner en duda su nivel democrático y, desde luego, la administración de una justicia verdaderamente justa.
Los ejemplos de debilidad política son de primer nivel. Ningún país de Europa occidental hubiera permitido la continuidad de un Ministro de Interior tras escuchar grabaciones en la que trataba de construir, junto con la Policía, pruebas para hacer frente a un adversario político. Ningún país hubiera permitido la continuidad en su cargo de un Ministro de Justicia que obstaculiza causas por delitos relacionados con la corrupción. Todo esto ha ocurrido en España, pero ya sabemos que desde hace más de 40 años, “Spain is diferent”.
Las debilidades de la democracia se observan también en el ámbito de la convivencia. Esta misma semana, con motivo de los actos de recuerdo y homenaje a Miguel Ángel Blanco, hemos tenido una muy buena prueba de ello, asistiendo a disputas políticas e institucionales incomprensibles más de seis años después de que ETA declarara el cese definitivo de su acción armada. En este nuevo contexto, más valdría a determinados dirigentes políticos atender a los objetivos que recoge la Constitución Española en orden a favorecer la reconciliación y la convivencia, en lugar de seguir tratando de utilizar el inexistente terrorismo como arma arrojadiza.
En este punto quiero dejar clara constancia de que no pretendo obviar la insoslayable responsabilidad que tienen ETA y su entorno más próximo. En su mano estuvo no matar; en su mano estuvo también, aunque tarde, pedir perdón por el daño injusto causado y acogerse a medidas de reinserción. No lo han hecho y hace escasos días supimos que el colectivo de presos, EPPK, dio libertad a sus miembros para acogerse a las vías legales para enjugar sus penas; es un paso positivo aunque, como todo en la absurda existencia de ETA, llega incomprensiblemente tarde.
En todo caso, cuarenta años después de las primeras elecciones democráticas, seis años después del final definitivo de ETA y cuando la banda desalmada ya está desarmada no es tiempo de continuar con medidas penitenciarias de excepción que extienden las penas de las personas presas a sus familiares, a través de una política extemporánea de alejamiento. Tampoco es tiempo de recurrir a la ingeniería jurídica para construir una cadena perpetua camuflada bajo el eufemismo de la prisión permanente revisable, ni de solicitar penas de cárcel desproporcionadas y vengativas como las pedidas por la fiscalía en el caso del inaceptable caso de Altsasu.
Las debilidades de la democracia las sufrimos también en el ámbito político en Euskadi. Hay que recordar a los adalides de la legalidad española que han pasado ya 38 años desde que se refrendara el Estatuto de Gernika. Una ley orgánica que el Estado español sigue incumpliendo consciente y reiteradamente. Las competencias del Estatuto siguen aún sin transferirse, única y exclusivamente porque así lo han querido los diferentes Gobiernos españoles tanto de UCD como del PP o del PSOE. La debilidad de la democracia se explica por su falta de voluntad para fortalecerla.
El contador de la debilidad suma y sigue. El último episodio lo hemos tenido este jueves con el poco edificante ejemplo dado en el Senado en la Comisión de Investigación de la Financiación de los Partidos Políticos, un pomposo nombre para enmascarar el paripé creado por el Partido Popular. Su única intención era aprovechar su mayoría absoluta en la Cámara Alta para tratar de contrarrestar la Comisión creada en el Congreso para investigar sus cuentas. Utilizar las instituciones en beneficio propio para poner en marcha el “ventilador” y tratar de hacer ver que todos los partidos políticos están “manchados” no va a lograr ocultar, ni hacernos olvidar, que el PP es el primer partido imputado por corrupción en la historia de la democracia. Nuestra respuesta ha sido clara, nos hemos negado a tomar parte en una comisión cuya inequívoca intencionalidad política y de reproche recíproco contamina todo objetivo positivo y propositivo que pudiera tener.
Cuatro décadas después, pese a las celebraciones, parabienes y lisonjas más propias del “papel couché”, las debilidades y costuras de la transición española se hacen muy visibles. Aún quedan demasiadas cosas por hacer para fortalecer la democracia y asentar un auténtico Estado de Derecho. Soy muy consciente de que no existe una piedra Rosetta que nos vaya a descubrir las claves y resolver todos los problemas. Ahora bien, a la ‘Hieroglyphica’ que se ha instalado en la política española le vendría muy bien poner en práctica la voluntad inequívoca de asumir las debilidades del modelo, primer paso imprescindible para arbitrar las medidas que permitan construir una sociedad más justa y democrática.
 
 
 
 

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