viernes, 27 de enero de 2017

Política penitenciaria y convivencia
El recuerdo de aquel día de invierno permanece como una nebulosa en mi memoria. Era martes de Carnaval. Eso lo recuerdo bien. También que aquella mañana nos sorprendió la nieve. Como todos los años, los amigos nos reunimos a primera hora para organizar la comparsa y preparar el espectáculo que íbamos a ofrecer por las calles de Tolosa. Allí́ nos encontrábamos cuando llegó la noticia: habían matado a Patxi Arratibel, un empresario tolosarra, de un disparo en la cabeza, mientras participaba, como nosotros, en las fiestas del pueblo. Como algunos otros días de mi vida, ese momento nunca ha desaparecido de mi memoria; quedó grabado de manera nítida e imborrable.
Imagino que, como es habitual en estos casos, intenté buscar una respuesta imposible al sinsentido cometido. Recuerdo que me preguntaba hasta dónde podría llegar el odio y la maldad del ser humano para que alguien pudiera acabar con frialdad y sin conmiseración alguna con la vida de otra persona. En aquel momento, yo era concejal del Ayuntamiento de Tolosa, y esta historia, que forma parte de mi biografía, describe nada más que una parte del dolor, la desesperación y la angustia que durante muchos años padeció la sociedad vasca.
Puedo contar muchas “historias”; algunas me han impactado más que otras, pero haber participado durante más de 16 años en responsabilidades políticas en el Ayuntamiento de Tolosa me ha dejado, entre otras muchas cosas, 24 huellas. Este es el número de personas que siendo de Tolosa fueron asesinadas por un grupo terrorista o siendo de fuera de Tolosa fueron asesinadas en nuestro municipio. Tuve la oportunidad de hablar con todas sus familias con motivo del homenaje que tributamos a las víctimas en recuerdo de lo que fueron y en reconocimiento a lo que sufrieron. Tengo en la memoria a todas y cada una de ellas.
Un día de septiembre de 1998, salí temprano de casa. Mientras conducía escuché en la radio la noticia de que ETA declaraba un alto el fuego. Parecía una decisión seria y firme. Iba solo en el coche y recuerdo que lloré. Un llanto mezcla de muchas emociones, recuerdos y esperanzas. Desgraciadamente la tregua fue un espejismo. ETA volvió a las armas y a demostrar que siempre ha actuado tarde y mal. Hubo más treguas en el camino, tras Lizarra llegó Loiola, pero el escepticismo se adueñaba cada vez más de todos nosotros.
Por fin, el 20 de octubre de 2011, ETA dejó definitivamente las armas. Reconozco que, después de tanto sufrimiento, esta vez recibí la noticia con una extraña mezcla de esperanza y desesperanza, sosiego y desasosiego, alivio y prevención. No cabe duda de que la noticia era muy importante para la sociedad vasca, pero ya no fue lo mismo para mí y, creo, tampoco para nuestra sociedad.
Escribo este artículo en el inicio del año 2017. En octubre se cumplirán seis años de la tregua unilateral y definitiva por parte de ETA. Hemos pasado del duro invierno a la primavera. Los últimos años de ETA fueron duros, muy duros. Años de sufrimiento y terror, también de distanciamiento. En aquellos momentos se fue abriendo una brecha, el PP y el PSOE iban de la mano sin querer siquiera escuchar al PNV. En aquellos años se tejieron reformas legales que podemos enmarcar en el ámbito de la excepcionalidad. Así, en 2003, en la segunda legislatura del presidente Aznar, se aprobaron una serie de leyes orgánicas que, entre otras cosas, tenían como objeto bloquear la aplicación del artículo 25.2 de la Constitución Española: “Las penas privativas de libertad (...) estarán orientadas (...) hacia la reeducación y la redención social...”
La realidad de 2003 no tiene nada que ver con la de 2017. El terrorismo ha terminado y es evidente que, en una realidad sin violencia, es necesaria una arquitectura jurídica diferente. Este es el sentido de la política, saber leer la realidad del momento y saber utilizar diferentes herramientas que se adecuen a esa realidad y respondan a las necesidades de cada momento.
Hoy vivimos un tiempo de ausencia de violencia y defiendo la necesidad de aplicar una política de normalidad penal y penitenciaria. Se ha iniciado una nueva legislatura y el presidente Rajoy afirma que los tiempos han cambiado y que el diálogo va a ser el eje principal de su Gobierno. Aquí tiene una oportunidad de demostrarlo, porque la Paz y la Convivencia es una de las cuestiones cruciales de la agenda vasca: avanzar en la normalización de la convivencia en el seno de la sociedad vasca después de tantos años de sufrimiento. Para ello es imprescindible, primero, que se fundamente un diálogo real y sincero entre el Gobierno español y el Gobierno vasco. Es hora de que se trabaje, desde la lealtad mutua, con la mayor sintonía y de manera coordinada entre ambos Ejecutivos.
Son muchas las cuestiones pendientes para asentar la convivencia futura pero, no cabe duda, de que la adecuación de la política penitenciaria a la nueva realidad es una de ellas. Una vez que ETA ha hecho pública su decisión unilateral de dejar las armas y, además, ha mostrado una voluntad manifiesta de entregarlas, no tiene sentido mantener la política de excepcionalidad que supone el alejamiento de las personas presas. En este momento es incomprensible la cerrazón del Gobierno de Rajoy y su negativa a aplicar el objetivo del artículo 12.1 de la Ley Orgánica Penitenciaria, que posibilita un proceso de acercamiento de presos a cárceles próximas a sus lugares de residencia y evita el desarraigo social de estas personas. Adoptar esta decisión supone cumplir con una función humanitaria hacia las familias de los presos, que muchas veces se ven obligadas a realizar cientos de kilómetros para poder visitar a sus familiares.
Es preciso recordar, también, que es la propia legislación penitenciaria en vigor la que posibilita el establecimiento de soluciones humanitarias para las personas presas enfermas. Hay personas en esta situación, la Ley permite una actuación diferente y el momento que vivimos así lo aconseja. Siguiendo este criterio se cumpliría, de una manera mucho más adecuada, el objetivo constitucional de facilitar la reinserción de la persona presa. Es indudable que llegará el día en que estas personas habrán cumplido sus penas, saldrán libres y la sociedad tendrá que trabajar por su reinserción.
La semana pasada tuve la oportunidad de visitar, junto a una delegación de la comisión de justicia del Senado, la cárcel de Alcalá Meco, con unas instalaciones totalmente obsoletas. Tuvimos la oportunidad de hablar directamente con los funcionarios. Pregunté si los presos que ocupaban aquellas instalaciones tan antiguas preferían pedir el traslado a otras cárceles más modernas. La respuesta fue que no. En realidad un factor determinante para la persona presa es permanecer lo más cerca posible de su entorno familiar. Eligen esta cercanía aunque tengan que permanecer en peores condiciones. La normativa vigente pide que el preso redima su pena cerca de su entorno familiar. Esta regulación es de aplicación tanto para los presos comunes como, también, para los condenados por pertenencia a banda armada.
Considero que la grandeza de la democracia está precisamente en facilitar la concordia, en tratar de favorecer la convivencia; y, sobre todo, en aplicar los principios de la ley, sabiendo adaptarla a la realidad de cada momento que vivimos. Desde el respeto al espíritu y la letra de la Ley merece la pena mostrar y demostrar la generosidad que nos acerque a una sociedad en paz y convivencia. Una sociedad mejor.
 
Artículo publicado el pasado miércoles en Vozpopuli.


 


 



domingo, 22 de enero de 2017

Obama y Trump


Obama y Trump
Confieso mi admiración por Barack Obama, a quien considero un líder político carismático. Una persona capaz de transmitir honestidad y cercanía; capaz de convencer a la sociedad de que había una nueva forma de hacer política y que era posible trabajar por un futuro mejor. Él mismo lo denominó la “audacia de la esperanza”, poniendo énfasis en aquellos ideales que unían a toda una nación, más allá de su color político.
Admito que no ha logrado todo lo que ambicionaba; muchas promesas se han quedado por el camino, pero creo que ha sido un Presidente que se despide con un legado transformador en la política doméstica y que ha dejado también su impronta en la escena internacional. Defiendo este balance positivo porque soy consciente de las restricciones que impone la complejidad de la Administración americana y porque no debemos mitificar la posición de un primer mandatario por influyente que pueda ser. La acción de un Presidente durante ocho años difícilmente podrá cambiar la realidad de una sociedad tan compleja como la norteamericana. Los Estados Unidos son mucho más que el inquilino de la Casa Blanca.
Esta reflexión es de aplicación también para comprender qué es lo que puede ocurrir con el ya nuevo Presidente Donald Trump estos próximos años. Se va a ver sometido a la misma Administración, va a tener que gobernar a los mismos 320 millones de ciudadanos norteamericanos y gestionar los equilibrios de poder con los mismos 50 Estados de la Unión. Doy por supuesto que su poder presidencial se va a encontrar con idénticos problemas y los mismos límites, en una democracia consolidada y notoriamente eficiente como es la norteamericana. Además, acaba de dar el salto de candidato a presidente y, como es obvio, la libertad de acción y sobre todo de discurso de un candidato no es la misma que debe respetar un presidente que se enfrenta a la realidad de Washington. La responsabilidad y el cotidiano impacto de la realidad constriñen las posibilidades de acción de un Gobierno, y esto es universal: pasa en Tolosa, en Gipuzkoa o en los Estados Unidos de América.
Es cierto que el nuevo Presidente va a contar con una gran ventaja adicional, dado que dispone de la mayoría absoluta en las dos cámaras legislativas, una situación que los republicanos no conocían desde el año 1928. Pero, en cualquier caso, no creo que vaya a poder librarse de una oposición firme y férrea del Legislativo. El pasado año tuve la oportunidad de tomar parte en una visita oficial a la Cámara de Representantes en Washington. Llama la atención el alto rendimiento e implicación de los equipos de trabajo, así como los equilibrios de poder que se conjugan a la hora de tomar decisiones políticas, por lo que me cuesta imaginar un “camino de rosas” para las iniciativas que el nuevo Presidente vaya a plantear en el Congreso. Me consta que, en el momento actual, las relaciones internas en el seno del Partido Republicano se ha suavizado, pero la campaña se ha caracterizado por el tono distante, cuando no de reprobación, de los nombres más relevantes del “GOP”, el denominado Great Old Party. Contra todo pronóstico, el advenedizo Trump les ha ganado provisionalmente la partida, ha sabido conectar con las bases, pero las estructuras del partido no van a hipotecar su futuro por un presidente que no sea capaz de respetar de una manera consistente los códigos y valores republicanos.
Este es el contexto de una realidad incontestable: las promesas y propuestas de campaña de Donald Trump siguen suscitando mucha desconfianza y demasiado desasosiego. Sus discursos electorales han aventurado una peligrosa transformación de la dirección de la política exterior estadounidense. El nuevo presidente republicano ha puesto el “dedo en la llaga” y ha soliviantado a los líderes europeos, apoyando el Brexit, minusvalorando el peso y la capacidad de la Unión e, incluso, invitando a nuevos países a abandonar el proyecto común europeo. Sus declaraciones han suscitado la incertidumbre y el recelo tanto en Oriente Medio como en otros países americanos. En su relación con Rusia ha establecido un sospechoso puente de comunicación con un país que parecía ser hasta ahora un enemigo histórico. La línea seguida en los meses previos a su elección nos hace interrogarnos sobre sus intenciones reales en relación a la política exterior de Estados Unidos. En este momento no sabríamos anticipar si va a optar por seguir sorprendiendo con la imprudencia de muchas de sus afirmaciones o si, tras la efervescencia electoral, se inclinará por asumir la trayectoria histórica de la acción exterior de un país clave en el equilibrio internacional durante las últimas siete décadas.
Lo cierto es que este preocupante panorama de “aislacionismo populista” es el que ha asomado en el discurso inaugural del nuevo Presidente Trump. “Desde este día, América primero”. Este ha sido el eslogan de Trump en su primer discurso como Presidente; una obviedad aderezada de rancio populismo patriótico. Barack Obama ha advertido que vigilará de cerca la labor del nuevo Gobierno y que, en aquellos asuntos en los que considere que se rompen los principios básicos, luchará por defender los intereses de la ciudadanía americana. Me adhiero a las personas que han manifestado en todo el mundo el deseo de que Barack Obama pueda ejercer el papel de “centinela del sueño americano” y, por ende, de los principios y valores compartidos en occidente. Ahora bien, soy realista y comprendo que es muy probable que su hoy sólido liderazgo pueda ir languideciendo, tal y como hemos visto en el caso de algunos de sus predecesores.
Creo en Europa y en nuestra potencialidad en la escena internacional, por eso esta semana participaré en las reuniones de un Consejo de Europa al que acudo con la intención de compartir estas preocupaciones. Soy consciente de que va a ser necesario que todos los países europeos en unión permanezcamos vigilantes ante una política exterior estadounidense imprevisible y que puede tener nefastas consecuencias, caso de que se ejecute al servicio de la gloria personal de un singular empresario jugando a todopoderoso líder de occidente.