viernes, 20 de enero de 2017

Trump y una oportunidad para Europa
 
Donald Trump se está convirtiendo día a día en el paradigma de los caminos paralelos por los que discurre la realidad social y la comunicación política, esos que convergen solo cuando se producen cambios de rumbo. Esta distancia me reafirma en la idea de que políticos y ciudadanos nos movemos por registros y vías muy diferentes. Europa aplaude el discurso público de Obama pero desde hoy, 20 de enero, Trump será el nuevo Presidente de los Estados Unidos. Hemos escuchado una frase reiterada por analistas, políticos y periodistas: “Esto no puede pasar”, pero es “esto” precisamente lo que va a pasar y la cuestión merece una reflexión en profundidad.
 
Nadie en Europa pensó que Trump podía representar una amenaza real. Se pensaba que su campaña quedaría en una mera anécdota, más propia de un episodio de Los Simpson que de un libro de crónica política, pero no cabe duda de que hoy pasaremos de lo anecdótico a lo histórico sin haber sido capaces de anticiparlo. Las encuestas, la sociología o, incluso, la propia demografía de nada han servido para adelantar los resultados de la campaña americana, en la que los ciudadanos no han votado ideas, no han elegido propuestas, no se han dejado llevar por argumentos, porque allí solo había emociones. El candidato republicano ha tenido la capacidad de apelar al lado menos racional y más sentimental de los votantes; ha sabido despertar el miedo, recordar la decepción, amplificar el enfado y suscitar el odio. Ha acertado a gestionar estas emociones con un resultado óptimo para sus intereses. Ha jugado y ha ganado.
 
Mientras, su oponente, la candidata con mayor experiencia política, a pesar de contar con el apoyo de los editoriales de los principales periódicos, de los intelectuales, de los nombres más emblemáticos en la industria cinematográfica y, sobre todo, de ese referente de la esperanza del cambio hecha realidad como es el Presidente Obama, fue incapaz de motivar a sus seguidores.
 
Hillary Clinton fue vista como la candidata del stablishment, de las élites. Representaba a la política y a los políticos tradicionales, aquellos que habían fallado a la clase trabajadora, aquellos que habían sido incapaces de ofrecerles soluciones y, paradójicamente, su oponente, un empresario sin escrúpulos, misógino y racista, lograba el favor de la mayoría para ser elegido Presidente. Clinton fue incapaz incluso de consolidar el voto demócrata que había confiado en Barack Obama. Lo cierto es que Donald Trump, con un lenguaje sencillo y visual, sin un ápice de corrección política, haciendo valer su condición de outsider alejado de las elites de Washington, supo atraer el voto de millones de ciudadanos.
 
Como dice James Ellroy, “la hagiografía convierte en santos a los políticos mediocres y corruptos, y reinventa sus gestos más oportunistas para hacerlos pasar por acontecimientos de gran peso moral.” Tal vez vaya a ser también el caso del Presidente Trump. De cualquier modo, sea cual sea su verdad, lo cierto es que su irrupción ha generado un cambio de rumbo y a este lado del Atlántico comenzamos a pensar en las innumerables incertidumbres que su Administración va a suscitar. Muy especialmente desde el punto de vista de la seguridad global.
 
Iniciamos un periodo de interrogantes. Un periodo en el que la “condición crítica”, el “estado de emergencia” de la política internacional marcará, sin duda, la agenda de los problemas globales, que solo pueden encontrar una solución multilateral. El horizonte europeo se dirime en un espacio que es abierto y compartido, ya no hay bloques ni decisiones unilaterales. El mundo es multipolar y nuestra prosperidad y nuestra seguridad van a depender del papel que queramos o, más bien, que seamos capaces de jugar en este nuevo escenario. La cuestión fundamental es si vamos a tener la destreza, a este lado del Atlántico, de liderar el futuro y convertir la era Trump en una oportunidad para nuestros ciudadanos. Nuestra obligación es aprovechar ese vacío y encabezar un proceso de globalización que se asiente en un ideario más humano y más social; tratando de revertir la nefasta tendencia actual y logrando que la diferencia entre las clases más pudientes y las clases medias sea cada vez menor.
 
Tal y como se comprometieron hace unos meses los líderes europeos en Bratislava, debemos ofrecer a nuestros ciudadanos la visión de una UE atractiva que pueda inspirarles confianza y ganar su apoyo. Es necesario, para ello, un cambio radical en los proyectos de seguridad europeos y en el presupuesto que se dedica a los mismos. Esto sólo va a ser posible si ponemos las bases para avanzar en la construcción de un espacio común cuyo centro sean las personas, más allá de los Estados; en una Europa de los pueblos, consciente de que la diversidad de identidades, la pluralidad de lenguas y culturas es en realidad nuestro mayor activo para la convivencia y para compartir un proyecto común. Nos corresponde avanzar desde la integración y devolver el protagonismo a 500 millones de ciudadanos con un proyecto creíble que impulse los cauces adecuados para alcanzar la máxima legitimidad democrática.
 
Es evidente que los europeos no somos inmunes a un populismo que encontró en el desencanto de la crisis de 2008 el terreno más propicio para su expansión. Podríamos enumerar líderes políticos en Francia, Holanda, Hungría, Italia, Austria o Alemania que guardan enormes similitudes con el magnate americano y con lo que representa. Lo que algunos medios han calificado como “Euro-Trumps” no difiere mucho de ese populismo xenófobo, impostado y proteccionista basado en el discurso del miedo. Donald Trump es un modelo para estos movimientos anti europeístas pues ven en él el primer eslabón de una cadena de cambios. Por eso es precisamente inquietante la frase con la que Marine Le Pen saludaba su triunfo no como “el fin del mundo sino como el fin de un mundo”. Imagino que la dirigente del Frente Nacional estaría pensando en ese mundo que anhela, cerrado e insolidario, basado en enfatizar la divergencia y enfrentar a las sociedades, en polarizar y generalizar la distancia entre el “nosotros” y el “ellos”, un mundo que crece a costa de criminalizar al diferente.
 
Todavía guardo en la retina la imagen de Trump y Farage aplaudiendo el resultado del referéndum sobre el Brexit. Desde luego hay una enorme incertidumbre sobre los objetivos políticos del nuevo inquilino de la Casa Blanca, pero lo que nadie duda es de su desprecio hacia lo que la Unión Europea representa y su hostilidad hacia el espacio de prosperidad que constituye, de ahí que se haya convertido en uno de los principales respaldos de la salida de los británicos del Club de los 28 y no haya dudado en alentar la partida de nuevos países del bloque. El nuevo presidente norteamericano ha manifestado en numerosas ocasiones que una de sus prioridades será firmar un acuerdo bilateral, transparente y justo con el Reino Unido, con el enorme coste político y económico que esto puede representar para el resto de europeos.
 
No podemos ignorar este desafío. Pese a todas las imperfecciones de nuestra Unión, del malestar profundo de nuestros ciudadanos, de la fragmentación y de la desconfianza, es el momento de consolidar y fortalecer nuestras instituciones y, desde los valores que compartimos, dar una respuesta creíble para resolver, de una vez por todas, esa crisis existencial que nos persigue. No conocemos la política que EEUU desarrollará durante los próximos meses y años; pero es evidente que será una política diferente; Europa también está sumida en una crisis de identidad y también tiene que alumbrar un camino diferente. Por eso pienso que esta es una buena oportunidad; porque perduran los motivos por los que comenzamos un proceso de integración; porque en realidad los 27 Estados que componen la Unión tienen ante sí el desafío de iniciar una nueva etapa de desarrollo, centrada en la persona, una persona que comparta, participe y recobre la confianza en sus propias instituciones europeas. ​
 
Artículo publicado el pasado miércoles en Vozpopuli.
 

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